La indiferencia de un Sistema de Justicia.

La justicia no solo se mide por las sentencias que se dictan, sino también por los silencios que se guardan, las miradas que se desvían y las puertas que no se abren. Un sistema de justicia indiferente es más que una estructura ineficiente: es una maquinaria que perpetúa el dolor, encubre el abuso y normaliza el sufrimiento humano bajo el peso del expediente cerrado y el sello sin alma.

     

                                                

La indiferencia institucional es una forma de violencia. Cuando los jueces ignoran las pruebas, cuando los fiscales se pliegan al poder y cuando los defensores públicos no levantan la voz, el Estado traiciona su mandato constitucional. El acceso a la justicia se convierte en una ilusión burocrática, y los derechos humanos, en retórica vacía. La ley, sin convicción ni vocación, se transforma en un instrumento de exclusión.

No puede hablarse de justicia en donde no se escucha. No puede hablarse de derecho donde no hay humanidad. El expediente judicial no es solo un conjunto de folios: es el eco del sufrimiento de personas reales. Cada omisión, cada aplazamiento injustificado, cada resolución inmotivada es una bofetada al ideal democrático del Estado de Derecho.

Hoy más que nunca, necesitamos un sistema de justicia que vuelva a mirar al rostro humano del proceso. Que deje de ser una cadena de trámites para convertirse en un instrumento vivo de dignidad. Un sistema donde la ley sea la expresión de la justicia y no la excusa para su ausencia.

La indiferencia de un sistema de justicia es el síntoma de una enfermedad más profunda: la desconexión entre el poder y el pueblo. Recuperar esa conexión no es un acto técnico. Es un acto ético. Es recordar que quien administra justicia no lo hace en nombre propio, sino en nombre de la sociedad que clama, que espera, que solicita justicia.