La superación del miedo para ejercer la defensa en Venezuela. El abuso de poder como generador de terror judicial y sufrimiento psíquico.

La Defensa es la exigencia del cumplimiento del derecho en cuanto las arbitrariedades que se presenten en el proceso o en el transcurso del mismo, que violan de forma inminente los derechos constitucionales de una de las partes, que afecta de forma indiscutible la aplicación de la justicia en Venezuela. El miedo a la seguridad individual paraliza de forma desproporcional la defensa que ha lugar a derecho, causando impunidad y un daño irreparable a la víctima. El derecho debe ofrecer respuestas claras y mecanismos efectivos para combatir estos fenómenos que, sin piedad alguna, atropellan al ciudadano y pisotean la Constitución Nacional. La reconstrucción de la justicia en Venezuela exige el reconocimiento y la reparación de estos daños, así como la transformación del sistema judicial en uno verdaderamente garante de derechos y no sea instrumento de persecución.

La superación del miedo para ejercer la defensa en Venezuela.

En el contexto venezolano, ejercer la defensa técnica y material no es solo un derecho constitucional consagrado, sino también un acto de resistencia frente a un sistema de justicia que, en no pocas ocasiones, ha sido cooptado por intereses contrarios al Estado de Derecho. La defensa, en su acepción más genuina, representa la exigencia del cumplimiento del derecho frente a las arbitrariedades procesales o extraprocesales que lesionan de forma directa e inminente los derechos fundamentales de las partes, especialmente en el ámbito penal.

La defensa no es un mero formalismo ni una etapa procesal que se agota en la asistencia técnica del imputado. Es, en realidad, una garantía activa de justicia, un contrapeso frente al poder punitivo del Estado y un canal para el restablecimiento del orden jurídico vulnerado. Sin embargo, en Venezuela, el ejercicio pleno y libre de la defensa se encuentra severamente limitado por factores estructurales, institucionales y, sobre todo, por un clima de miedo.

Ese miedo —a las represalias, al uso abusivo del poder, a la criminalización del abogado defensor y victimas en la pérdida de la libertad personal paraliza de forma desproporcionada el ejercicio legítimo del derecho de defensa. Se instala en la conciencia del defensor como una amenaza silenciosa, pero constante, que desnaturaliza su rol, limita su accionar y fomenta un escenario de impunidad. Y con ello, el daño a la víctima se vuelve doble: primero, por la vulneración que la llevó a buscar justicia, y segundo, por la imposibilidad de obtenerla ante un aparato judicial que silencia o persigue a quien exige su cumplimiento.

Superar el miedo en este contexto no es una tarea individual, sino una lucha colectiva por la dignidad del ejercicio del derecho. Implica denunciar los atropellos, visibilizar las injusticias y asumir el compromiso ético de ser voz cuando el sistema pretende callar. La defensa, entonces, se convierte no solo en un derecho, sino en una forma de dignidad y de esperanza en la reconstrucción de la justicia en Venezuela.

El uso del poder estatal como mecanismo de represión y terror judicial, que afecta no solo los derechos formales de las personas, sino su salud mental, su entorno familiar y su dignidad más profunda.

La superación del miedo para ejercer la defensa en Venezuela. El abuso de poder como generador de terror judicial y sufrimiento psíquico.

El abuso de poder, la extralimitación de funciones y el abuso del derecho en manos del poder arbitrario de un Estado que deniega la justicia, es consecuencialmente la flagrancia del delito, que destruye la seguridad jurídica de las instituciones u órganos del Estado que fueron creadas para la correcta aplicación del derecho y la justicia, no se puede utilizar el poder del Estado para causar terror judicial en sus víctimas, ya que atenta contra la psiquis de las personas abusadas y ultrajadas, que son detenidas arbitrariamente, este tipo de conductas delictuales traerá consecuencias gravísimas que tendrán que ser superadas con equipos de expertos como psicólogos para ayudar a las víctimas. El miedo que estos hechos arbitrarios y atroces generan en el entorno familiar traen sufrimientos que golpean fuertemente el alma. 

El corazón valiente de aquellos que se levantan para ejercer la defensa frente al poder arbitrario y con dignidad humana, debe ser estudiado por la doctrina venezolana, el derecho debe dar respuestas a este tipo de fenómeno generador de impunidad que sin piedad alguna comete atropellos y arbitrariedades. 

El abuso de poder como generador de terror judicial y sufrimiento psíquico.

El abuso de poder, la extralimitación de funciones y la utilización perversa del derecho por parte de quienes detentan el poder estatal, configuran una forma de violencia institucional que se traduce en una sistemática denegación de justicia. Estos actos, lejos de constituir simples irregularidades administrativas, constituyen flagrantes violaciones a los derechos fundamentales, y en muchos casos, delitos cometidos desde las propias estructuras del Estado.

La consecuencia inmediata de estas prácticas arbitrarias es la destrucción progresiva de la seguridad jurídica, socavando la confianza en las instituciones creadas, precisamente, para garantizar la legalidad, la justicia y la protección de los ciudadanos. No se puede —bajo ninguna circunstancia— permitir que el poder del Estado sea utilizado para infundir miedo, paralizar a los justiciables y generar un clima de terror judicial que vulnera el equilibrio psíquico y emocional de las personas detenidas arbitrariamente y de sus familias.

Este tipo de conductas no solo debe ser visibilizado, denunciado y perseguido penalmente, sino que exige una respuesta integral del Estado, en la que se incluya la atención psicológica especializada para las víctimas, muchas de las cuales quedan marcadas por traumas severos, ansiedad crónica y heridas invisibles que afectan profundamente su vida cotidiana.

El miedo, como consecuencia directa del abuso sistemático, genera impunidad estructural, bloquea el ejercicio de la defensa y distorsiona por completo la función jurisdiccional. En este escenario, el papel del defensor se convierte en una expresión de valentía ética y humana. Por ello, el corazón valiente de quienes se levantan a pesar del riesgo para ejercer la defensa frente al poder arbitrario merece ser reconocido, estudiado y valorado por la doctrina venezolana como un acto de profunda dignidad jurídica.

El derecho debe ofrecer respuestas claras y mecanismos efectivos para combatir estos fenómenos que, sin piedad alguna, atropellan al ciudadano y pisotean la Constitución. La reconstrucción de la justicia en Venezuela exige el reconocimiento y la reparación de estos daños, así como la transformación del sistema judicial en uno verdaderamente garante de derechos y no instrumento de persecución.

Terror judicial, impunidad y la dignidad del ejercicio de la defensa en Venezuela. 

El abuso de poder, la extralimitación de funciones y la instrumentalización arbitraria del derecho por parte de un Estado que sistemáticamente deniega justicia, configuran una realidad profundamente alarmante en el contexto venezolano. Este fenómeno no solo representa un quiebre institucional, sino que constituye, en sí mismo, la flagrancia del delito cometido desde el poder, con consecuencias devastadoras para el orden constitucional y la estabilidad jurídica del país.

Las instituciones y órganos del Estado fueron creados con la finalidad de garantizar la correcta aplicación del derecho y de proteger a los ciudadanos frente a cualquier forma de arbitrariedad. Sin embargo, cuando esas mismas estructuras son utilizadas para sembrar el miedo, perseguir, detener arbitrariamente y violentar la integridad psíquica y moral de las personas, estamos frente a una forma sofisticada de violencia institucional: el terror judicial.

Este tipo de prácticas no sólo genera daños jurídicos irreparables, sino también afectaciones profundas en la salud mental de las víctimas, que requieren ser atendidas por profesionales especializados, como psicólogos y terapeutas. Las secuelas del abuso estatal no terminan con la detención o el proceso, sino que se extienden a los entornos familiares, produciendo sufrimientos silenciosos que golpean el alma, destruyen vínculos afectivos y socavan el tejido social.

El derecho no puede permanecer indiferente ante estos fenómenos. Debe ofrecer respuestas doctrinarias, jurisprudenciales e institucionales que visibilicen la magnitud del daño, reparen a las víctimas y transformen el sistema judicial en un verdadero garante de la justicia. En un país donde el miedo ha sido utilizado como mecanismo de control, la defensa digna se convierte en la última trinchera de la legalidad.

El tráfico de influencias es, sin duda, un factor determinante y estructural que alimenta el abuso de poder, especialmente en contextos donde el sistema judicial es utilizado como instrumento de dominación.

Uno de los factores determinantes que propician y perpetúan esta estructura de abuso es el tráfico de influencias, fenómeno mediante el cual actores con poder económico, político o militar manipulan el curso de la justicia en su favor. El tráfico de influencias pervierte el funcionamiento del sistema judicial, desnaturaliza la función de los operadores de justicia y convierte los tribunales en escenarios de privilegio, persecución o impunidad, según el interés del grupo dominante.

En este contexto, las instituciones y órganos del Estado, lejos de cumplir su función constitucional de protección y equilibrio, terminan siendo utilizadas como herramientas de represión y castigo selectivo, sembrando el miedo, persiguiendo y deteniendo arbitrariamente, y violentando la integridad psíquica y moral de las personas. Este uso del poder para generar terror judicial configura una forma de violencia institucional que atenta directamente contra la dignidad humana, el debido proceso y la correcta tutela judicial efectiva.

Las secuelas de estos atropellos no se agotan en el ámbito jurídico, sino que se proyectan hacia la salud mental de las víctimas, quienes deben enfrentar traumas profundos que requieren asistencia especializada. La familia también se convierte en víctima colateral, arrastrada por un dolor que golpea el alma y que deja huellas silenciosas y duraderas en la estructura emocional del entorno afectivo.

El abuso de poder, la extralimitación de funciones y la instrumentalización arbitraria del derecho por parte de un Estado que sistemáticamente deniega justicia, configuran una realidad alarmante en el contexto venezolano. Este fenómeno representa no solo un quiebre institucional, sino también una flagrancia delictiva de carácter estructural, con consecuencias devastadoras para la vigencia del Estado de Derecho y la protección de los derechos fundamentales.

Uno de los factores determinantes que alimenta y perpetúa este patrón de actuación es el tráfico de influencias, práctica mediante la cual se manipula el aparato judicial mediante redes de poder político, económico o militar para incidir indebidamente en decisiones judiciales. Esta figura, expresamente sancionada por el ordenamiento penal venezolano (art. 70 de la Ley Contra la Corrupción), representa una desviación grosera de poder que destruye el principio de imparcialidad judicial y vicia irremediablemente la administración de justicia.

La Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, en sentencia Nro.°1685/2007, ha establecido que "la justicia debe ser administrada con apego a la imparcialidad, independencia y objetividad, siendo inadmisible cualquier forma de presión o influencia externa sobre los jueces". Sin embargo, el deterioro institucional ha permitido que estas influencias penetren de forma sistemática el sistema judicial, desnaturalizando su función.

Estas prácticas dan lugar a lo que puede denominarse terror judicial, es decir, la utilización del poder del Estado y de sus instituciones como mecanismos de persecución, intimidación o represalia, especialmente contra aquellos que alzan su voz para defender derechos vulnerados. Las detenciones arbitrarias, las causas penales sin sustento jurídico, y la criminalización del ejercicio de la defensa son manifestaciones concretas de esta distorsión institucional.

Desde la perspectiva del derecho internacional, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sostenido de forma reiterada que la independencia judicial es un pilar fundamental del debido proceso. En el caso López Lone y otros vs. Honduras (2015), la Corte señaló que:

“Los jueces deben ejercer su función sin presiones internas o externas, lo cual incluye la prohibición del uso político del aparato judicial como medio de represión.”

En Venezuela, lamentablemente, la instrumentalización del sistema judicial ha generado efectos psíquicos y emocionales devastadores en las víctimas. La arbitrariedad no solo vulnera su libertad y seguridad jurídica, sino que afecta profundamente su salud mental, dejando secuelas que exigen atención especializada. La psiquis de las víctimas y sus familias queda fracturada por el miedo, la incertidumbre y el dolor que producen las detenciones injustas, el señalamiento público y el silencio cómplice del aparato judicial.

El ejercicio de la defensa técnica y ética, frente a este escenario de coacción estructural, se convierte en un acto de dignidad humana y resistencia jurídica. El abogado que decide alzar la voz y asumir la defensa en contextos adversos no solo protege derechos concretos, sino que sostiene los principios fundantes del derecho como instrumento de justicia. Como lo afirma el profesor argentino Julio Maier, “la defensa no es una etapa del proceso: es el proceso mismo en cuanto garantía de humanidad”.

En consecuencia, el coraje de quienes enfrentan con dignidad el aparato represor del Estado debe ser reconocido por la doctrina venezolana como una forma superior de ejercicio jurídico. El derecho no puede callar ante este fenómeno generador de impunidad, sino que debe ofrecer respuestas normativas, jurisprudenciales e institucionales claras, capaces de frenar el abuso, reparar a las víctimas y reconstruir la confianza en la justicia.

Referencias normativas y jurisprudenciales citadas.

Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. Artículos 2, 26, 49 y 257.

Ley Contra la Corrupción. Artículo 70 (tráfico de influencias).

TSJ, Sala Constitucional, Sentencia Nro.°1685, del 4 de julio de 2007.

Corte IDH. Caso López Lone y otros vs. Honduras. Sentencia del 5 de octubre de 2015.

Maier, Julio B. J. Derecho Procesal Penal. Tomo I. Buenos Aires: Del Puerto, 1996.



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